El mes de Agosto suele ser de brisa fresca. Fresca y húmeda.
La lancha comienza a balancearse, al abandonar el lecho albergado por el molo de abrigo.
Los chalecos salvavidas protegen del frío.
El grupo comparte impresiones, hasta que llega el momento de la ceremonia.
El patrón de la lancha detiene el motor y la nave queda a merced del océano ondulante.
Se logra abrir el ánfora, herméticamente cerrada. El hijo se aproxima a la borda de la embarcación. Es firmemente aferrado desde su cintura.
En un silencio pesado y tenso, las cenizas son esparcidas en el agua, que las acoge como una madre.
El ánfora se hunde, cargada de mar, como un tributo.
- Hermano, reposa en la inmensidad del océano y descansa en la gloria eterna.
- Padre nuestro que estás en los Cielos…
La lancha se estremece con el reinicio de su motor, con esfuerzo contenido.
La nave comienza lentamente a navegar. Inicia un círculo sobre un ramo de rosas y una coronilla de flores, que flotan tomadas de las manos.
De la nave nace un ronco bramido, como los que se escuchan en las tardes de oscuras tormentas. Es la despedida del patrón de la lancha, del hombre de mar, del padre de familia, del marino solidario.
Comienza el regreso.
El retorno es en absoluto silencio. Sólo miradas de ojos húmedos y manos apretadas. Pareciese que el motor de La Artemisa y la brisa porteña comparten emociones.
A lo lejos, la Universidad Santa María señala un punto de referencia para el destino de las flores.
El mar de la costa de Valparaíso acogió, definitivamente, el regreso de uno de sus hijos bien amados.