miércoles, 17 de julio de 2019

El día en que se detuvo el mundo (cuento)


Jaime puso en marcha el motor del bus, escribió algo en un tarjetón, ordenó el boletero, se acomodó en su asiento, miró hacia el interior del vehículo a través del gran espejo colocado en lo alto, frente suyo, observó la hora en su reloj y la comprobó dirigiendo su vista hacia la caseta del terminal de buses. Luego, con ceremonial calma puso en movimiento la máquina, que tímidamente comenzó a penetrar en la ciudad por una calle que se veía tan vacía como los asientos de los pasajeros.

Dejó atrás la plazoleta vecina a su lugar de partida y giró hacia una amplia avenida, con variadas industrias de grandes extensiones a ambos lados. El conductor pensó en que la ausencia de otros vehículos transitando le ayudaría a ajustar­se con facilidad al horario programado. Volvió a mirar, sin proponérselo, su reloj pulsera que indicaba las 19 horas y treinta y siete minutos. Llegó al primer paradero de la ruta disminuyendo la velocidad hasta casi detenerse, a pesar de no haber persona alguna esperando, y volvió a acelerar la marcha con la misma calma que la disminuyera. Cerró la puerta que acababa de abrir en forma automática.

- Que extraño es - se dijo - no recoger pasajeros aquí a esta hora en un día de semana. Allí, después de las siete de la tarde, solían subir diez o quince de los trabajadores de la fábrica de jabones.

Siguió su ruta quince minutos sin encontrar persona alguna en toda la avenida.

- Es como si fuera media noche. - pensó. 
 
Entró en una rotonda y enfrentó una calle diagonal a la ante­rior con la seguridad de quien repite las mismas manio­bras en el mismo lugar, desde mucho tiempo. La nueva calle se veía tan solitaria como la primera avenida.

La absoluta quietud en la calle llevó la vista de Jaime hacia las casas y departamentos de los costados. En todos ellos se veía luces que revelaban presencia de ocupantes. Afue­ra, un perro que se cruzó por delante del bus fue el primer ser viviente que pudo ver en veintidós minutos de trayecto. Aunque el animal pasó muy lejos del vehículo, Jaime disminuyó su velocidad y lo siguió con la vista hasta que el perro se perdió en un callejón.

El bus ingresó al centro de mayor población de la ciudad. Allí la soledad en las calles era más impresionante y causó una sensación indefinida en el conductor.

Continuó hasta el siguiente paradero y se detuvo. Miró en su contorno y escuchó el silen­cio. Observó las casas. En todas ellas había luces, pero no se veía movimientos en sus interiores. Reinició lentamente su viaje y su pensamiento se centró en las compras que tenía pendientes.

En cada paradero Jaime repitió la misma rutina, disminuir la velocidad hasta casi detenerse, mirar hacia el interior del bus a través del espejo frontal, abrir la puerta, mirar en busca de pasajeros, confirmar la soledad, volver a cerrar la puerta y continuar la marcha.

La insólita quietud en las calles pasó poco a poco a ser algo natural, de modo que se sorprendió al ver a un individuo en uno de los paraderos. Estaba sentado, con el cuerpo inclinado hacia adelante y la cabeza caída. Jaime detu­vo la máquina como carroza real frente a un soberano. La puerta se abrió justo frente al hombre quien alzó la vista y miró hacia el interior del vehículo. Mantuvieron sus miradas uno en el otro hasta que el cuerpo de aquél comenzó a inclinarse obligándolo a orientar sus ojos hacia donde balanceaba la cabeza.

- Está borracho. - Dijo Jaime, como si hablase con al­guien. 
 
Luego, sin reparar en la prohibición de transportar pasajeros ebrios, intentó animarlo con repetidos toques de la bocina para invitarlo a subir. Sólo logró que el borracho lo saludase con una sonrisa estúpida.

El bus reinició su marcha con la lentitud de la pesadumbre por el fracaso. Comenzó a alejarse del centro de la ciudad hacia el extremo opuesto al de su partida. Jaime se entretuvo en sacar las cuentas de sus finanzas y tuvo tiempo para distribuir sus gastos en el resto del mes. También decidió reparar ese fin de semana la reja del patio de su casa; recordó que su padre tenía intención de hacerlo antes de caer enfermo.

De pronto dejó de pensar y siguió conduciendo como un sonámbulo, con su mente en blanco, durante varios minutos. Un bus que pasó en sentido contrario lo devolvió al presente.

- También va vacío. - Comentó en voz alta.

Ambos conductores cruzaron largas miradas y se saludaron con ostensibles inclinaciones de sus cabezas. Comenzó luego a conducir en alegres zig- zags que de pronto se convertían en imprudentes giros. Entonces comenzó a cantar, cada vez más alto, hasta que una nota demasiado desafinada detuvo su canto.

No volvió a disminuir la velocidad al llegar a los para­deros ni abrir la puerta a posibles pasajeros. En las últimas cuadras aceleró la marcha, sin preocuparse del tiempo de ruta, para llegar a gran velocidad al fin del recorrido.

Sonrió con evidente alegría al saludar al encargado del terminal, le entregó el tarjetón de controles, después de anotar la hora de llegada y el número del boleto.
Estacionó el vehículo, cerró su puerta con llave y se dirigió hacia su casa caminando las tres cuadras distantes. Pasó de largo por el despacho de bebidas y menesteres que, contra lo acostumbrado, tenía sus puertas cerradas.

Cuando llegó, fue de inmediato hacia el televisor y lo conectó. En espera de que llegase la imagen, se encaminó a la cocina, puso a hervir agua y marcó con una cruz en el calenda­rio de la pared la finalización del día, veinte de julio de 1969. Volvió hacia el televisor en el momento preciso en que la pantalla mostraba a Neil Armstrong caminando sobre la Luna.

- ¡Qué solo debe sentirse! - Pensó.

Cuento publicado en este blog en conmemoración al aniversario 50 de la llegada del humano a la Luna, veinte de julio de 2019.

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