Jaime
puso en marcha el motor del bus, escribió algo en un tarjetón,
ordenó el boletero, se acomodó en su asiento, miró hacia el
interior del vehículo a través del gran espejo colocado en lo alto,
frente suyo, observó la hora en su reloj y la comprobó dirigiendo
su vista hacia la caseta del terminal de buses. Luego, con ceremonial
calma puso en movimiento la máquina, que tímidamente comenzó a
penetrar en la ciudad por una calle que se veía tan vacía como los
asientos de los pasajeros.
Dejó
atrás la plazoleta vecina a su lugar de partida y giró hacia una
amplia avenida, con variadas industrias de grandes extensiones a
ambos lados. El conductor pensó en que la ausencia de otros
vehículos transitando le ayudaría a ajustarse con facilidad al
horario programado. Volvió a mirar, sin proponérselo, su reloj
pulsera que indicaba las 19 horas y treinta y siete minutos. Llegó
al primer paradero de la ruta disminuyendo la velocidad hasta casi
detenerse, a pesar de no haber persona alguna esperando, y volvió a
acelerar la marcha con la misma calma que la disminuyera. Cerró la
puerta que acababa de abrir en forma automática.
-
Que extraño es - se dijo - no recoger pasajeros aquí a esta hora en
un día de semana. Allí, después de las siete de la tarde, solían
subir diez o quince de los trabajadores de la fábrica de jabones.
Siguió
su ruta quince minutos sin encontrar persona alguna en toda la
avenida.
- Es como si fuera media noche. - pensó.
Entró
en una rotonda y enfrentó una calle diagonal a la anterior con
la seguridad de quien repite las mismas maniobras en el mismo
lugar, desde mucho tiempo. La nueva calle se veía tan solitaria como
la primera avenida.
La
absoluta quietud en la calle llevó la vista de Jaime hacia las casas
y departamentos de los costados. En todos ellos se veía luces que
revelaban presencia de ocupantes. Afuera, un perro que se cruzó
por delante del bus fue el primer ser viviente que pudo ver en
veintidós minutos de trayecto. Aunque el animal pasó muy lejos del
vehículo, Jaime disminuyó su velocidad y lo siguió con la vista
hasta que el perro se perdió en un callejón.
El
bus ingresó al centro de mayor población de la ciudad. Allí la
soledad en las calles era más impresionante y causó una sensación
indefinida en el conductor.
Continuó
hasta el siguiente paradero y se detuvo. Miró en su contorno y
escuchó el silencio. Observó las casas. En todas ellas había
luces, pero no se veía movimientos en sus interiores. Reinició
lentamente su viaje y su pensamiento se centró en las compras que
tenía pendientes.
En
cada paradero Jaime repitió la misma rutina, disminuir la velocidad
hasta casi detenerse, mirar hacia el interior del bus a través del
espejo frontal, abrir la puerta, mirar en busca de pasajeros,
confirmar la soledad, volver a cerrar la puerta y continuar la
marcha.
La
insólita quietud en las calles pasó poco a poco a ser algo natural,
de modo que se sorprendió al ver a un individuo en uno de los
paraderos. Estaba sentado, con el cuerpo inclinado hacia adelante y
la cabeza caída. Jaime detuvo la máquina como carroza real
frente a un soberano. La puerta se abrió justo frente al hombre
quien alzó la vista y miró hacia el interior del vehículo.
Mantuvieron sus miradas uno en el otro hasta que el cuerpo de aquél
comenzó a inclinarse obligándolo a orientar sus ojos hacia donde
balanceaba la cabeza.
-
Está borracho. - Dijo Jaime, como si hablase con alguien.
Luego,
sin reparar en la prohibición de transportar pasajeros ebrios,
intentó animarlo con repetidos toques de la bocina para invitarlo a
subir. Sólo logró que el borracho lo saludase con una sonrisa
estúpida.
El
bus reinició su marcha con la lentitud de la pesadumbre por el
fracaso. Comenzó a alejarse del centro de la ciudad hacia el extremo
opuesto al de su partida. Jaime se entretuvo en sacar las cuentas de
sus finanzas y tuvo tiempo para distribuir sus gastos en el resto del
mes. También decidió reparar ese fin de semana la reja del patio de
su casa; recordó que su padre tenía intención de hacerlo antes de
caer enfermo.
De
pronto dejó de pensar y siguió conduciendo como un sonámbulo, con
su mente en blanco, durante varios minutos. Un bus que pasó en
sentido contrario lo devolvió al presente.
-
También va vacío. - Comentó en voz alta.
Ambos
conductores cruzaron largas miradas y se saludaron con ostensibles
inclinaciones de sus cabezas. Comenzó luego a conducir en alegres
zig- zags que de pronto se convertían en imprudentes giros. Entonces
comenzó a cantar, cada vez más alto, hasta que una nota demasiado
desafinada detuvo su canto.
No
volvió a disminuir la velocidad al llegar a los paraderos ni
abrir la puerta a posibles pasajeros. En las últimas cuadras aceleró
la marcha, sin preocuparse del tiempo de ruta, para llegar a gran
velocidad al fin del recorrido.
Sonrió
con evidente alegría al saludar al encargado del terminal, le
entregó el tarjetón de controles, después de anotar la hora de
llegada y el número del boleto.
Estacionó
el vehículo, cerró su puerta con llave y se dirigió hacia su casa
caminando las tres cuadras distantes. Pasó de largo por el despacho
de bebidas y menesteres que, contra lo acostumbrado, tenía sus
puertas cerradas.
Cuando
llegó, fue de inmediato hacia el televisor y lo conectó. En espera
de que llegase la imagen, se encaminó a la cocina, puso a hervir
agua y marcó con una cruz en el calendario de la pared la
finalización del día, veinte de julio de 1969. Volvió hacia el
televisor en el momento preciso en que la pantalla mostraba a Neil
Armstrong caminando sobre la Luna.
-
¡Qué solo debe sentirse! - Pensó.
Cuento publicado en este blog en conmemoración al aniversario 50 de la llegada del humano a la Luna, veinte de julio de 2019.